Ser optimista: Dos años de pánico
[This article was originally published in English with the title 'On Being Sanguine: Two Years of Panic and a Response to Terror in Christchurch'. You can read it online in Cordite Poetry Review.]
Publiqué este ensayo en inglés en el 2019 en la revista de poesía, Cordite Poetry Review, en Australia, y quería compartirlo en castellano ya que las vivencias no se limitan por el idioma. Lo escribí posteriormente a un ataque terrorista en Christchurch, Nueva Zelanda, cerca de donde vivía de niño, pero su mensaje tiene un alcance más general sobre la condición humana y en estos tiempos de pandemia e incertidumbre espero que su tema de la ansiedad disparada y la superación de ella puede aportar alguna respuesta o al menos un señal de esperanza.
[Tiempo de lectura 30 min]
Agradezco a Lilián Pallares y Camilo Bosso por sus revisiones al texto en castellano.
Autorretrato de Charles Olsen en Wellington, NZ (1991)
Un domingo, cuando era estudiante de arte en Londres, me subí a mi bicicleta dejando la casa parroquial de mis padres en Surrey para ir a mi habitación en Murray Mews, siguiendo el río Támesis y atravesando los parques londinenses: Bushy Park, Richmond Park, Hyde Park y Regents Park. Me picó una abeja o avispa por los alrededores de Shepperton, que me alteró la sangre y me hizo ir a la carrera hacia la capital, quizás demasiado rápido para mi bien; una reacción a la adversidad.
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No sabía cómo responder al atentado terrorista de Christchurch en Nueva Zelanda. Era algo completamente inesperado. Por casualidad, pocos días después fue la presentación en Wellington de una colección de poemas de poetas migrantes y refugiados en Nueva Zelanda con el título More of Us (Más de nosotros) de Landing Press. Incluye mi poema ‘Cuando menos lo esperas’, que habla de una serie de atentados cerca de los sitios donde estuve viviendo en Londres, El Cairo y Madrid. El atentado más devastador que menciona ocurrió en el año 2004 en Madrid, donde resido en la actualidad, unos seis meses después de mi llegada a España. Una serie de explosiones en los trenes de cercanías a la hora punta mataron a 193 personas, dejando unos 2.000 heridos. Yo iba en un tren que salía desde Atocha mientras se abandonaban mochilas con bombas dentro en los vagones de los trenes que circulaban en sentido contrario hacia la misma estación. Sin duda debería haber escuchado una de las explosiones a lo lejos sobre el ruido del tren, pero no fue hasta cuando llegué a las 8:00h a la empresa donde impartía clases de inglés y me encontré a mis alumnos reunidos alrededor de la radio escuchando las noticias, que me enteré de lo ocurrido. Estaban sorprendidos de que hubiera podido llegar. No tuvimos clases aquel día y volví al centro de Torrejón de Ardoz a buscar la parada del autobús para volver a Madrid.
La vida continuó, pero habían cambiado pequeñas cosas. Al día siguiente más de un millón de ciudadanos bajaban al Paseo del Prado para manifestar en silencio su solidaridad contra el terrorismo, bajo la fina lluvia. Unos días después estuve en un taller del trabajo pero sentí que no me aportaba especialmente, por lo que pedí disculpas, diciendo que no me encontraba bien por los eventos recientes, y me fui. Por las mañanas había militares armados en el andén. Pensaba que no era necesario después del atentado, ya que aumentaba la sensación de inseguridad e inquietud, aunque imagino que lo hicieron para dar seguridad a los pasajeros. Me pregunto ¿cómo habrán notado los neozelandeses los cambios en la sociedad y dentro de ellos mismos? A veces las sensaciones son más un afloramiento de emociones que algo que se pueda razonar. Podría ser ira, miedo, tristeza. Como un trauma físico, llevaría tiempo en curarse.
Como familiar la situación debe ser especialmente difícil. Un amigo de Christchurch, Michael O’Dempsey compartió en su Facebook, ‘Cuando tuvimos el terremoto no fue algo personal, no tenía malicia. Solo sucedió y punto. Podíamos explicarlo a nuestros hijos. El fusilamiento en la mezquita es mucho más complejo de racionalizar por la maldad e intención que tiene.’ Pienso en mi juventud en Nueva Zelanda, creciendo en Culverden (cerca de Christchurch), Dunedin y la capital Wellington antes de mudarnos a Londres en 1981 cuando tenía casi doce años. Nuestra parroquia dio cobijo y apoyo a refugiados de Vietnam y Camboya que huían de la violencia y pobreza en sus propios países. En mi otro poema de la antología More of Us, ‘El juego de ajedrez’ reflexiono sobre mi amigo camboyano, un chico de mi edad, y sobre cómo aprendió inglés mientras jugábamos. Él y sus hermanos habían perdido a su padre y se jugaban la vida buscando alimentos frescos mientras vivieron en un campo de refugiados en la frontera vietnamita. ¿Quizás los niños se adaptan mejor que los adultos a los cambios y retos? Pero a lo mejor no, los niveles de violencia a la que son expuestos en la televisión, las redes sociales, a través de los amigos y los videojuegos—donde las imágenes son cada vez más realistas, además de que estar en internet conlleva sus propios peligros para los niños—han aumentado al igual que las incidencias de las enfermedades relacionadas con la ansiedad infantil. Para los padres es cada vez más complicado procesar toda la información y comprender un paisaje internacional interconectado con sus múltiples esferas políticas, corporativas y religiosas, y muchas veces no tienen el tiempo ni los recursos para ayudar a los niños llegar a un entendimiento del mundo. Como me comentó mi hermana, ‘muchas veces no entendemos el mundo nosotros mismos, entonces ¿cómo podemos explicar esto a nuestros hijos sin añadir a sus niveles de ansiedad?’ Quizás no debemos intentar a racionalizar lo irracional, pero solo decir a nuestros hijos cómo nos sentimos y escucharles mientras expresan cómo se sienten. La empatía con el otro, sea con nuestra familia o con culturas ajenas, es una habilidad valiosa que podemos practicar.
Charles Olsen leyendo More of Us (Landing Press, 2019). Foto: Jacquie Ordóñez
Recientemente fui a la presentación en Madrid del libro Metamba Miago (Nuestras raíces) de un grupo de escritoras afro-españolas. La psicóloga Marjorie Paola Hurtado habló de la ansiedad que se puede acumular a lo largo de muchos años en la vida de una persona negra en una sociedad predominantemente blanca a través de los comentarios constantes o al margen, desde la pregunta repetitiva de ¿de dónde eres?, hasta comentarios abiertamente racistas. Todas las escritoras tenían sus propias experiencias para contar. Ella nos explicó que esta ansiedad no se cura en un día sino que requiere trabajo y apoyo. Alguna gente se acostumbra tanto a la situación, que dejan de prestarle atención hasta que algo extremo ocurre causando un ataque de pánico del cual no pueden entender la causa. Esto me sonó. Tuve un periodo agudo de ataques de pánico poco después de terminar la carrera universitaria mientras vivía en Camden Town en Londres. Parecieron salir de la nada y para mí no era obvio su detonante (ni siquiera entendía lo que eran). La causa subyacente de la ansiedad o la propensión a ella fue aún más difícil comprender. En aquel entonces leí unos cuantos libros sobre los ataques de ansiedad que, aunque daban consejos, no me aportaban mucho más que el hecho de saber que otros habían pasado por lo mismo. Veo con consternación que el libro Headlands: New Stories of Anxiety (Tierras de la cabeza: Nuevas historias de la Ansiedad) editado por Victoria University Press, 2018, como los libros que leí en los 90, tiene una portada que desata la ansiedad. Me gusta el humor negro pero—editoriales: tomen nota—no estaba en un buen lugar cuando tenía que leer aquellos libros y el texto desequilibrado o las imágenes deprimentes no decían exactamente ‘relajate, estoy para ayudarte.’ Pero me desvío del tema. Llevo tiempo queriendo escribir sobre mi propia experiencia pero quizás necesitaba un empujón. El desencadenante para escribir pudo ser el atentado de Nueva Zelanda, la perspicacia de la psicóloga Hurtado, o un amigo confesando hace poco su dependencia a los tranquilizantes, pero como decía, lo he tenido en mente cada tanto durante años y al final quizás hubiera surgido en mi escritura de cualquier manera.
La semana antes de ir en bicicleta desde Surrey a Londres por los parques, me caí de de mi bici en la calle principal de Camden después de ver la película Pulp Fiction en el cine. Un coche había salido de repente haciéndome caer bajo mi bici y estaba aterrorizado por el coche de detrás, que tuvo que frenar en seco para no atropellarme. Llegué a casa con cortes en la piel y la ropa rota y ensangrentada. Me arreglé como pude y seguí con mi vida. El domingo siguiente, cuando regresé a Londres desde la casa de mis padres, el aire aquella noche estaba cargado, bochornoso con truenos secos, y no podía dormir.
Mi compañero de piso en Murray Mews estaba en su habitación al otro lado del descansillo. Rupert.
‘Éramos cuatro compartiendo una casa en Camden Town, incluido Charles. Habíamos terminado la carrera en Bellas Artes en la Universidad de Middlesex y estábamos con los preparativos para una gran exposición en Londres (Whiteleys Atrium en Bayswater). Una mañana estaba en mi cuarto cuando creí oír la voz de Charles débilmente pidiendo ‘ayuda’. Fui a investigar y le encontré arrodillado en el suelo. Estaba pálido y parecía tener dificultad para respirar. Conocía a Charles como una persona tranquila y capaz, por lo que me preocupé inmediatamente. Le pregunté si llamar a la ambulancia y me contestó ‘sí’. Por lo que pudimos hablar hasta la llegada de la ambulancia no entendí lo que había pasado y creo que Charles tampoco. Sintió un alivio cuando llegó la ambulancia. Charles ya había podido levantarse y moverse, pero siguió mal.’
En la ambulancia me hicieron un electrocardiograma y no encontraron nada mal. En el hospital la enfermera me hizo un masaje del estómago, pienso por si fueran gases de indigestión que pueden provocar la sensación de pinchazos en la región del corazón. Me dijo que no habían encontrado nada y me dio de alta. Nunca había ido en una ambulancia y no pensé en cómo iba a regresar a casa después. Creo recordar que tenía cambio para el autobús núm. 24. En el camino a casa pensé en lo que había pasado durante la noche. Había encontrado dificultad para respirar y el corazón me daba saltos. Fui a la ventana abierta para respirar mejor y refrescarme, volviendo a la cama para intentar dormir. Por la mañana luchaba para respirar y llamé pidiendo ayuda cuando los dedos de los manos se doblaron fuertemente sobre las palmas—como si mi cuerpo hubiera empezado a apagarse—y al no poder forzarlas a abrirse. Más tarde me he enterado de que el espasmo del músculo fue producido por una reducción en niveles de calcio y fosfato a causa de una hiperventilación aguda. No entendía lo que me había ocurrido, pero fue el principio de mis ataques de pánico.
Externamente parecía que estaba bien. Podía seguir con la vida. La gente no sabia cómo responder ni ayudarme. Leí sobre la agorafobia, sobre situaciones que provocaban ataques de pánico en otros. Los míos no encajaban en este diagnóstico. Sentía una ansiedad constante, aunque estuviera seguro sentado en el sofá en casa mirando la tele. Al pasear por la calle sentía las extremidades pesadas como si fuera avanzando por una salsa espesa. También bostezaba constantemente con la sensación de que nunca conseguía el suficiente aire. El siguiente miércoles hice un esfuerzo por ir a las clases de baile de swing que daban mi hermana y mi cuñado en el Ayuntamiento de Ealing en la zona oeste de Londres. Casi no llegué, porque me había vuelto de repente tan sensible y consciente de todas las extrañas sensaciones en mi cuerpo que cada sacudida del tren del metro parecía mi propio corazón dando vuelcos. A cada momento sentía que me iba a romper. Tuve que racionalizar que seguía de pie y que el metro es siempre hostil, y a mitad de camino me autoconvencí de que volver iba a ser la más larga de las dos opciones. Cada decisión la tomé con la amenaza del regreso del pánico, y fue agotador.
No recuerdo con claridad todos los detalles ahora, ya que todo esto ocurrió hace veinticinco años. Quisiera aportar tranquilidad a la gente diciendo que las cosas mejoraron con el tiempo una vez que empecé a entender la situación, y diría que pasaron unos dos años antes de poder sentir que los ataques de pánico eran cosa del pasado. Es curioso que la nostalgia que sentí después de dejar Nueva Zelanda también duró aproximadamente dos años.
Al principio fui a varios médicos, tanto de cabecera como en salas de urgencias. Después de eliminar la posibilidad de problemas del corazón me recomendaron respirar en una bolsa de papel para ayudar a calmar la hiperventilación. La mayoría de los médicos se centraban en la ansiedad y recetaban medicinas para aplacarla. Un médico me recitó beta bloqueantes, que me decía usaban los violinistas profesionales para estabilizar el pulso de la mano y afianzar la primera nota del concierto. Siempre he dudado del uso de drogas para tratar los síntomas en lugar de buscar a la causa subyacente, por lo que no tomé los beta bloqueantes hasta recibir otra opinión, en este caso de una médica india que me dedicó su tiempo para preguntarme sobre mi dieta, patrón de sueño, etcétera. Me comentó que la noche de mi primer ataque hacía mucho bochorno y el aire estaba inusualmente cargado, y muchas personas en Londres habían estado afectadas por problemas respiratorios. Pienso en esto ahora al ver que el problema del asma en jóvenes y el peligro de los gases de los vehículos está en las noticias en el Reino Unido. Ella me dio la sensación de control sobre mi propio cuerpo diciendo que no me haría daño al menos probar la medicina y ver su afecto. No noté mucho aparte de que supuestamente son para ralentizar el corazón, y por tanto estuve excesivamente pendiente de los latidos de mi corazón. Otro médico me recitó tres días de diazepam, que me ayudo a superar la exposición en Bayswater. Estoy feliz de que solo fuera tres días porque me dejó en una nube de algodón y, aunque podía funcionar, vi lo fuera de mi, y del mundo, que estaba cuando lo tomaba.
Charles Olsen pintando en óleo La Súndari (2005), que fue expuesto en la galería Saatchi, London
En los primeros días y semanas vivía con una ansiedad constante que a menudo se convertía en una ola de pánico agudo. En una ocasión me fui a ver una exposición en la galería Hayward en Londres, y a mitad de recorrido empecé a tener problemas al respirar. Sentía que me estaba asfixiando, con palpitaciones y el mundo cerrándose a mi alrededor, pero estaba en una galería amplia, y siendo entre semana casi no había gente. Encontré una sala de lectura donde pude sentarme y esperar a que se pasara la ansiedad, pero no se fue. Entendía que era un ataque de pánico pero no era capaz de resolver la desconexión entre una actividad que disfrutaba y la ansiedad que sentía, que seguía aumentando. Finalmente salí de la galería y solo una vez fuera, paseando en el aire fresco por el río, empezó a reducirse poco a poco la ansiedad.
Un par de semanas después, haciendo tiempo antes de encontrarme con una amiga, abrí un libro que encontré en una caja en la puerta de una tienda de segunda mano y leí la primera frase de A Voice Through a Cloud (Una voz a través de una nube) de Denton Welch:
‘Una fiesta de Pentecostés, cuando era estudiante de arte en Londres, me subí a mi bicicleta dejando mi habitación en Croom’s Hill para ir a la casa parroquial de mi tío en Surrey.’
Denton Welch escribió el libro después de un accidente grave de bicicleta que le dejó paralizado y luchaba sin éxito para terminarlo antes de su fallecimiento. Me intrigó y asustó a la vez. Vivía aún bajo una nube a miedo, y al encontrar tantos paralelismos con mi propia vida en la primera frase solo podía esperar que mi accidente en bici y los ataques de pánico no darían eco a su historia también. (Siempre he querido escribir un libro que abra con la misma frase modificada para reflejar mi propia verdad.) Poco después del inicio de los ataques de pánico me crucé con una anciana en la calle, quien me comentó al pasar que tenía un año maravilloso por delante y que lo aprovechara. En mi mente llena de miedo interpreté que decía que solo me quedaba un año de vida. Sentí un alivio secreto al terminar el año y ver que la vida seguía.
Un día, mi padre, desconcertado y sin saber cómo ayudarme tras haber estado cogiéndome la mano mientras yo intentaba dormir, pidió la ayuda de una colega del hospital. Ella me habló, me escuchó y me dio un masaje de reflexología podal. El masaje me ayudó a soltar el miedo por un momento, y aquella tarde, aunque sentía dolor en el pecho, tenía la sensación de que era un dolor de sanación, más que de destrucción, y fui capaz de dejarlo estar y dormir bien por primera vez en semanas. Me habló del proceso por el cual tiene que pasar el cuerpo para sanarse después de un trauma y de que es normal que llevase su tiempo. Hablamos del impacto de mi accidente de bici la semana anterior al comienzo de los ataques. A diferencia de un accidente previo por el que estuve en el hospital durante unos días, donde recibí cuidados, en esta ocasión me fui a casa y no tuve ningún apoyo después del shock del accidente. Tenía muchas otras preocupaciones por aquel entonces, pero tenía sentido que este hecho me podría haber llevado al extremo. Quizás la abeja o avispa tuvo algo que ver también.
Otro libro que me encontré mucho más adelante en una tienda de beneficencia fue Breathing free (Respirando libre) de Teresa Hale. Basado en el trabajo del ucranio Konstantin Buteyko, presenta un programa de ejercicios de respiración para reducir la tendencia a la hiperventilación, basado en una respiración lenta y poco profunda. Es muy parecido al control respiratorio que necesitas para el buceo cuando lo último que quieres hacer cuando encuentres problemas debajo del agua es actuar desde el pánico. Lo encontré muy útil para devolverme a un patrón regular e inconsciente de respiración que estaba desbaratado por la ansiedad. La respiración la damos por hecho pero el ansia de respirar profundo e hiperventilar cuando sientes miedo, aunque necesaria en caso de lucha o huida, no es de utilidad cuando la causa del miedo es el propio miedo.
Charles Olsen durante la III Beca Poética Internacional SxS Antonio Machado, Segovia 2018. Foto: Lilián Pallares
Recientemente tuve el placer de ver por segunda vez la fantástica obra de teatro El Percusionista de Gorsy Edú de Guinea Ecuatorial, en el Teatro del Barrio en Madrid. Es una obra emotiva y evocadora que comparte filosofías ancestrales, la tradición oral, y la importancia de la música en la cultura africana. En un momento de la obra el percusionista relata cómo su abuelo contaba la manera en que cada instrumento representa una personalidad distinta. El udu africano es un cuenco grande de percusión que él describe como alguien muy tranquilo, paciente y excelente en resolver conflictos. Puedes llenar el cuenco con mucha agua pero cuando lo llenas y se desborda entonces ¡cuidado! Esta imagen me llegó. La felicidad, la tristeza, el enojo y el miedo son emociones comunes pero puede estar en la naturaleza de muchos de nosotros restar importancia o ignorar las emociones negativas. El contexto cultural y la educación también juegan un rol, al añadir capas de complejidad o represión. Esta efusión de, en mi caso, ansiedad, es una oportunidad de reflexionar sobre el trasfondo en el que hemos construido nuestras vidas y revaluar la relación con nosotros mismos.
El desequilibrio de los ataques de pánico nos brinda la oportunidad de encontrar una compasión más profunda con nosotros mismos. A veces esto surge en mi pintura y escritura, como en mi poema ‘Peregrino’ que evoca los cinco sentidos en un caminante solitario, mostrando la unidad en cada detalle, expresado en la palabra ‘nos’. Hasta un recipiente vacío puede contar su historia.
Peregrino
Exhalo neblina,
filetes de lodo pegados a las suelas,
campestre estatua en medio de un preludio de cencerros.
Levanta su mirada un borrego,
huele el aire y vuelve a pastar.
Lluvia fina.
Una bolsa del súper
clavada en el alambre entre mechones de lana.
Como ermitaños, solitarios árboles
aguantan un antiguo viento.
Nos abraza el horizonte.
Vacío, susurra el plástico.
Hace años padecí una crisis.
Despertó algo en mi.
Cuando nuestro mundo, el personal o el mundo en su conjunto, de repente se vuelve frágil, nos reta a mirarnos a nosotros mismos—a reconocer que algo ha cambiado—y dar el paso en un viaje de aprendizaje y conocimiento. Estas situaciones irracionales—la violencia del terrorismo en lugares he vivido o la inestabilidad de mi propia ansiedad—se han vuelto parte de mi, parte de mi camino, otra capa en mi trabajo creativo, un camino a una compasión más amplia. Desde el atentado en Christchurch, me han alentado y perturbado los puntos de vista que he leído de amigos en Nueva Zelanda. Mientras procesamos nuestras reacciones como país espero que aprendamos a reflexionar sobre nuestras ideas, sobre cómo impactan en otros, y cómo contribuyen a una comunidad más compasiva y solidaria o una sociedad más miedosa y fragmentada. No podemos dar al botón de reiniciar el mundo. Como digo en la linea final del poema que mencioné al principio del artículo, ‘Cuando meno los esperas’:
Salvarse no siempre consiste en salir con vida.
Notas
- ‘Cuando menos los esperas’ y ‘El partido de ajedrez’ están en inglés en la colección More of Us, editado por Adrienne Jansen, Landing Press, Wellington.
- ‘Peregrino’ forma parte de la colección bilingüe Antípodas editada por Huerga y Fierro en España.
Charles Olsen se mudo a España atraído por su interés en los pintores como Velázquez y Goya y para estudiar la guitarra flamenca. Artista, realizador y poeta, sus pinturas han sido expuestas en el Reino Unido, Francia, Nueva Zelanda y España, y ha publicado dos poemarios bilingües Sr Citizen (Amargord, 2011) y Antípodas (Huerga y Fierro, 2016). Su cortometraje La danza de los pinceles recibió el segundo premio en el I Festival Flamenco de Cortometrajes en España y sus videopoemas han sido seleccionados para festivales internacionales y destacados en revistas como Moving Poems, Poetry Film Live y Atticus Review. En 2018 fue becado con la III Beca Poética Internacional SxS Antonio Machado y ha recibido la XIII distinción Poetas de Otros Mundos.
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